La calle Caldería Nueva de la ciudad de Granada lleva ese nombre por el antiguo gremio de calderos. Es una angosta calle del bajo Albaicín que rememora los antiguos zocos árabes por su intensa actividad comercial. En sus bazares se puede encontrar la cerámica de fajalauza -una cerámica pintada de origen morisco-, objetos de taracería – incrustación de materiales en placas de madera que los egipcios enseñaron a los árabes y éstos a los españoles-, cueros, coloridas mantas, pañuelos, almohadones, lámparas y faroles con cristales de mil colores y todo tipo de artesanías. Aunque, como toda calle turística, también una infinidad de baratijas de comercialización mundial.

Mi hija quiso una de esas bagatelas y yo ofrecí: “¿No querés que te compre estos zapatitos que son como los que usaba la princesa que vivió en aquel palacio?” le dije señalando la Alhambra y con la esperanza que prefiera llevarse un recuerdo de Granada en lugar de las bagatelas del comercio global. El encargado de la tienda escuchó el diálogo, me miró asombrado y con sus ojos negros bien abiertos me dijo: “Gracias señora, muchas gracias”. Mi hija aceptó comprar los zapatitos y el buen hombre estaba tan agradecido que concluyó: “Esto va de regalo por lo que acaba de explicarle a la niña”. Esta escena tuvo mucho más sentido al visitar la Alhambra y ver a decenas de familias de origen islámico recorriéndola con alegría y contándole a sus hijos cada detalle de este paraíso terrenal casi como si aún les perteneciera, o quizás con la melancolía de que ya no les pertenezca.

Al recorrer la Alhambra se hace difícil imaginar que fue habitada. Que desde allí se decidieron fiestas y batallas, se llevaron a cabo juicios o ceremonias diplomáticas, que sus paredes fueron testigo de amores y odios, traiciones y matanzas. Todo el complejo es más bien un homenaje: fundamentalmente a la luz… muchas de sus salas están iluminadas por la luz natural que se cuela a través de las ventanas y el tallado en yeso crea relieves que con los rayos del sol generan efectos de claroscuros; a la naturaleza… con las fuentes y surtidores de agua, el verde de los cipreses y arrayanes, los jardines en terrazas, las pérgolas, las flores y los peces de los estanques; al placer…con poemas en sus paredes y techos, el agua que se desliza susurrante, los baños y saunas, es una construcción para ser vivida y disfrutada; finalmente es un homenaje a las mentes que lo diseñaron y en las manos que lo moldearon cm a cm… la cal combinada con el polvo de mármol o yeso con que formaban el estuco y con el cual decoraban con flores, dibujos geométricos o arabescos, rítmicamente repetidos una y mil veces, hace inevitable no pensar en sus artesanos mucho más que en quienes la habitaron.

Granada fue el enclave que más tiempo pasó bajo dominio musulmán –del año 731 hasta la caída final del califato en 1492-. Almorávides, almohades y nazaríes, gobernaron el Reino de Granada donde poetas, filósofos, matemáticos y médicos llenaban de saber sus calles, aparentemente en un clima de tolerancia que acogía a pensadores de diferentes culturas y religiones.
Nótese el género masculino predominante, porque si bien la mujer en los territorios de Al-Andalus fue respetada y valorada, obviamente su rol seguía siendo doméstico, no les estaba permitido estudiar ni participar de la vida pública. Pero siempre hay excepciones y rebeldes: Wallada fue hija de uno de los últimos califas que gobernó en Córdoba, con el patrimonio heredado de su padre construyó una escuela para educar a las mujeres, fue poetisa y escribió versos contra las leyes y costumbres de la época.

Al día siguiente subimos al típico taxi guiri –la calesa de caballos- que nos llevó por la ciudad mostrándonos las peñas, las bulerías y hasta el monumento a Lola Flores, hija predilecta de Jerez. Pero nosotras ya habíamos entendido y sentido el flamenco allí donde está realmente vivo, allí donde persistió lejos de la manipulación y la utilización como show rentable.
Andalucía aún se debate entre la españolidad y esa reivindicación de lo converso del andaluz como su principal rasgo de identidad. Entre la subordinación al centro y la reivindicación periférica, entre seguir las convenciones sociales y las penitencias religiosas o entregarse al placer y las bellezas de la vida