“A primera vista parecía repelente. En el medio estaban las papas, ungidas en una grasa amarillenta, y alrededor de ellas el estofado de cerdo y callos. Todo estaba inmerso en una salsa marrón oscura que tenía que ser vino o sangre cocida, no tuve idea.” 

Tabucchi le hace probar al protagonista de «Requiem» el sarrabulho  à  moda  do  Douro. El plato se ve tan repugnante que el comensal piensa que podría “dejarle en el sitio”, pero en lugar de la muerte se encuentra con «una delicia, un sabor de un refinamiento extremo”.

Las sopas, los estofados, los pescados y mariscos y, obviamente el vino… toda la exquisita gastronomía portuguesa está estrechamente relacionada con el agua: del mar que acaricia más de 1000 km del cuerpo pequeño de esta nación y de los cientos de ríos que la cruzan, fundamentalmente, de sus dos ríos más importantes que nacen en las sierras españolas y como venas profundas surcan el territorio portugués para desangrarse en el Atlántico, dejando huellas indelebles en la geografía de anfiteatros cultivables o en el sube y baja de sus ciudades, en la economía y también en la historia y la cultura portuguesa.

El agua se sirve emplatada o embotellada en infinitas combinaciones o es el alimento de los principales ingredientes que luego van a parar a la mesa. Como el protagonista de «Requiem», las composiciones de los platos parecen, a simple vista, inusuales y algo repelentes, pero hay que probar para comprobar.

Una crema de papas con rodajas de col y un poco de aceite de oliva, servida con un trozo de salchicha de cerdo ahumado y pan de centeno o maíz forman el popular Caldo Verde. La sopa constituye el primer plato de las comidas familiares y combina el agua con infinitos ingredientes: de espárrago bravo, de borrego, de cazón, la açorda alentejana con pescado, la de verdolaga con queso, la Canja de galinha, de tomates; o la Sopa da Pedra, de frijoles con carne de  cerdo y vaca, vegetales y aromáticas.

Con todo ese mar como reservorio, los pescados y mariscos han formado parte de la idiosincrasia portuguesa desde la época de los romanos que dejaron como legado la manera de secarlo y conservarlo. El pescado curado con la sal de mar fue una industria que prosperó hasta los tiempos modernos, fundamentalmente en el sur del país. La pasta de atún se llevaba de Portugal a Atenas ya en épocas de los fenicios pero fueron los romanos quienes la convirtieron en verdadero producto de exportación.

En las cocinas portuguesas el pescado se consume tradicionalmente fresco, apenas condimentado, a las brasas y  con aceite de oliva; y quizás el plato más típico de Lisboa, sean las Sardinhas assadas al carbón. Aunque el rey de Portugal es el bacalao, curado en sal y consumido de infinitas formas. Según dicen hay una receta diferente por cada día del año, pero los más populares son el Bacalhau a Braz y el Bacalhau com natas.

Las recetas llevan dos ingredientes más que son propios de la idiosincrasia del pueblo luso. El primero es el uso experto de aromáticas y especias incorporadas gracias al comercio con Oriente. Los barcos traían el culantro y el laurel, la hierbabuena y el orégano, la canela, la mostaza, el jengibre y la nuez moscada, la pimienta y el pimentón. Una nube de aromas frescos y excitantes se alojaba en las factorías de Lisboa, luego se la transportaba a los mercados y finalmente era arrojada exquisitamente en pequeños fragmentos en cada plato portugués.

Portugal deja cicatrices, la llaga de saber que todos necesitamos reconciliarnos con algo… Portugal tiene ese efecto seductor y doloroso de enfrentarte a aquello que tanto intentas evitar… Quizás por ello enamora a las almas contradictorias y fragmentadas, a Pessoa y Tabucchi, a Muñoz Molina y Gabriela Mistral. Ese arte portugués de aceptar la contradicción existencial, de no pretender que somos todos felices, es seductor e infinitamente bello… Portugal, entre el éxtasis y el dolor, como cualquier enamorado acepta gustoso el agua y la sal, su azucarado y a la vez amargo destino.