Este recorrido por Venecia lo haremos de la mano de Gustav von Aschenbach, el escritor alemán que protagoniza la novela de Thomas Mann “La muerte en Venecia”. Un recorrido entre la realidad y la ficción, entre la historia y la literatura, entre personajes reales, imaginados y soñados.
Aschenbach, es un escritor ya maduro, reconocido y consagrado. Habituado a controlar cualquier instinto contrario a la razón, autodisciplinado y estricto; con una herencia paterna rígida y de fuerte sentido del deber. Pero que -fruto de su sangre materna- esconde en lo más profundo de su ser impulsos más oscuros, más fogosos, siempre insatisfecho y deseoso. Una fusión, nos dice Mann, que da origen al artista pero que, ya en el atardecer de su vida, hace irrupción y lo sorprende con unas ansias de huir, una “tentación” que emergía de sus profundidades impetuosa y descaradamente.
Y… “¿Adónde ir si de la noche a la mañana se desea alcanzar lo incomparable, lo fabulosamente diverso?”
Thomas Mann lleva a su personaje a morir en medio de la Belleza. Lo lleva a Venecia.
¿Por qué a Venecia?
El origen de la ciudad no fue romántico ni soñado, nació de la necesidad y la supervivencia. Los habitantes del Véneto, huyendo de los ataques de sus enemigos, se refugian en el pantano lodoso de la laguna y cuando comprenden que esa posición en medio de las aguas resultaba una excelente muralla de protección, comienzan a construir sobre pilotes sus casas, drenando y rellenando el terreno de ese salpicado de más de 100 islas que se convertirán en un gran imperio mercantil por casi un milenio. Los venecianos convirtieron la necesidad en virtud, crearon un museo al aire libre, con enormes torres y cúpulas, formidables iglesias y monasterios, casas y palacios espléndidos, todo sostenido milagrosamente en medio del agua.
Venecia se convierte en la reina de los mares y en la más bella de las ciudades; en una bisagra entre Oriente y Occidente que le dará acceso a los tesoros más asombrosos. Hechizados por el esplendor oriental que Marco Polo llevó a la ciudad, los mercaderes venecianos abrían vías comerciales con los sultanes de Egipto y los otomanos, los emperadores de China y de Bizancio, de Persia y Armenia, con la Europa del norte o el Cáucaso. Traían azúcar y vino del Egeo; especias, porcelanas, piedras preciosas del Lejano Oriente; tintes y plumas de Egipto o Asia Menor; sedas, brocatos y terciopelos jamás vistas en Europa. Venecia recibió de Oriente el café, las palomas, los perfumes pero en sus conquistas, el imperio también se adueñó del arte oriental. En la Basílica se exhibían los tesoros religiosos y en la Piazza San Marcos el botín político, la Cuadriga de bronce, los Tetrarcas, relieves y mosaicos bizantinos; mientras que en las fachadas de los palacios podían verse bajorrelieves de hombres con turbante y camellos.
Venecia se embellecía gracias al comercio y la guerra; su riqueza era admirada por toda Europa y los dogos recibían a reyes y embajadores con desfiles y fiestas majestuosas en la Piazza. La República veneciana congregaba toda la diversidad y extravagancia: albaneses, turcos, catalanes, ingleses, alemanes, portugueses, árabes, africanos, griegos y judíos, toda esa muchedumbre diversa contribuía al carácter cosmopolita de la ciudad. Y por todo ello, Venecia tenía particularidades únicas y se diferenciaba en cuestiones de religión y también respecto de los movimientos artísticos de la época. Venecia era un mundus alter decía el poeta Francisco Petrarca.
A ese Otro Mundo decide huir Aschenbach.